Si hay un gusto no compartido con mis congéneres masculinos que en cierto modo condicionó mi infancia, es mi indiferencia hacia el fútbol. No es nada personal ni algo que me haya propuesto, es que sencillamente nunca me ha llamado la atención. Cuando era pequeño era de los escasos niños que no se apuntaba a un partido, y jamás seguí uno por la tele por resultarme soberanamente aburridos. Nunca jugué a las chapas simulando que manejaba a los jugadores que representaba cada una, no coleccioné cromos de equipos, y jamás tuve balón reglamentario ni uniforme deportivo.
Como es lógico, todo eso repercutió en la amistad con mis compañeros de clase, con quienes no me llevaba mal, pero si mantenía en términos generales, una relación más distante que con quienes no jugaban todos los recreos al balompié: los otros raritos y las niñas.
A pesar de pasar tiempo con los futboleros y reirme con ellos, está claro que había momentos en los que sobraba, y no sólo aquellos en los que se iban a jugar, sino cada vez que emitían un partido y necesitaban comentarlo durante horas. En secundaria la fiebre del fútbol disminuyó, y fui descubriendo a nuevos amigos entre los forofos que, finalmente, han durado más en el tiempo y se han convertido en más cercanos que aquellos outsiders con las que me relacionaba en un principio.
No comprendo el extraño encanto hipnotizador del deporte rey para cautivar a todo el mundo, o al menos la razón de que enganche más que el resto de deportes; y es que sin ser especialmente mejor o más elaborado, mueve masas como ningún otro, levanta muchísimas más pasiones, y es el que más gana adeptos en edades tempranas. Ayer sin embargo eché por tierra toda una vida antifutbolera viendo el partido final de la eurocopa, y es que no sé muy bien cómo, llegué a la tele cuando marcaron el gol, y a partir de ahí, como el que no quiere la cosa, acabé viendo todo el partido, y lo que es más increible: viviéndolo.
Apenas estoy al tanto del reglamento, pero conozco lo básico para saber cuándo se gana y cuándo no, y eso parece ser suficiente para conseguir que haya llegado a “sufrir” por el desarrollo del juego y la inmutabilidad del resultado final. Aún no comprendo cómo es posible que me mordiera las uñas en los últimos minutos, deseando que Alemania no nos metiera un gol que jodiera la victoria asegurada, pero lo que resulta más inverosimil es que haya apagado la tele con una sonrisa de satisfacción, ¿qué me pasa? ¿Tan grande es el poder de seducción del futbol, que ha sido capaz de enganchar a quien jamás en su vida creyó que se engancharía?
Quiero pensar que lo que realmente me atrajo fue el poderoso sentimiento de felicidad colectiva que se respiraba (y oía) en la calle, donde los hinchas lo viven con una devoción sin límites, porque esa atmósfera de endorfinas colectivas emanadas a bocajarro siempre me ha puesto de buen humor, y de hecho, como un entusiasta chaquetero encandilado por la novedad, salí en coche con una amiga a dar pitazos cómplices a quienes nos invitaban a hacerlo a bocinazos y gritos, mientras ondeaban orgullosos banderas y camisetas. Es muy divertido y satisfactorio contagiarte así de la alegría ajena, pero no puedo evitar sentir ciertas reservas…¿habrá cambiado algo dentro de mí?…¿y si ahora me empieza a gustar el fútbol?, ¿qué me ha pasado?
La cadena cuatro nos hizo corear que “PODEMOS”, efectivamente pudimos, y finalmente han podido conmigo.
Como es lógico, todo eso repercutió en la amistad con mis compañeros de clase, con quienes no me llevaba mal, pero si mantenía en términos generales, una relación más distante que con quienes no jugaban todos los recreos al balompié: los otros raritos y las niñas.
A pesar de pasar tiempo con los futboleros y reirme con ellos, está claro que había momentos en los que sobraba, y no sólo aquellos en los que se iban a jugar, sino cada vez que emitían un partido y necesitaban comentarlo durante horas. En secundaria la fiebre del fútbol disminuyó, y fui descubriendo a nuevos amigos entre los forofos que, finalmente, han durado más en el tiempo y se han convertido en más cercanos que aquellos outsiders con las que me relacionaba en un principio.
No comprendo el extraño encanto hipnotizador del deporte rey para cautivar a todo el mundo, o al menos la razón de que enganche más que el resto de deportes; y es que sin ser especialmente mejor o más elaborado, mueve masas como ningún otro, levanta muchísimas más pasiones, y es el que más gana adeptos en edades tempranas. Ayer sin embargo eché por tierra toda una vida antifutbolera viendo el partido final de la eurocopa, y es que no sé muy bien cómo, llegué a la tele cuando marcaron el gol, y a partir de ahí, como el que no quiere la cosa, acabé viendo todo el partido, y lo que es más increible: viviéndolo.
Apenas estoy al tanto del reglamento, pero conozco lo básico para saber cuándo se gana y cuándo no, y eso parece ser suficiente para conseguir que haya llegado a “sufrir” por el desarrollo del juego y la inmutabilidad del resultado final. Aún no comprendo cómo es posible que me mordiera las uñas en los últimos minutos, deseando que Alemania no nos metiera un gol que jodiera la victoria asegurada, pero lo que resulta más inverosimil es que haya apagado la tele con una sonrisa de satisfacción, ¿qué me pasa? ¿Tan grande es el poder de seducción del futbol, que ha sido capaz de enganchar a quien jamás en su vida creyó que se engancharía?
Quiero pensar que lo que realmente me atrajo fue el poderoso sentimiento de felicidad colectiva que se respiraba (y oía) en la calle, donde los hinchas lo viven con una devoción sin límites, porque esa atmósfera de endorfinas colectivas emanadas a bocajarro siempre me ha puesto de buen humor, y de hecho, como un entusiasta chaquetero encandilado por la novedad, salí en coche con una amiga a dar pitazos cómplices a quienes nos invitaban a hacerlo a bocinazos y gritos, mientras ondeaban orgullosos banderas y camisetas. Es muy divertido y satisfactorio contagiarte así de la alegría ajena, pero no puedo evitar sentir ciertas reservas…¿habrá cambiado algo dentro de mí?…¿y si ahora me empieza a gustar el fútbol?, ¿qué me ha pasado?
La cadena cuatro nos hizo corear que “PODEMOS”, efectivamente pudimos, y finalmente han podido conmigo.